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El desafío de cruzar el Paso de Jama realizando autostop. [Febrero 2015]

Luego de recorrer Bolivia y parte de Perú (Cusco y alrededores) con amigos, emprendí la vuelta a Buenos Aires en solitario. No deseaba cruzar nuevamente Bolivia y padecer sus rutas aunque sea la forma más económica de regresar. Y sí, hablo de padecer, porque a la ida se disfruta, pero cuando ya estamos volviendo a casa la alegría del viaje se va acabando y esos caminos no colaboran demasiado en hacerlo placentero. Ni hablar que volvía a contrareloj, por eso opte por “bueno por conocer” antes que “malo conocido”. 


A su vez, deseaba algún camino alternativo que me permita también conocer nuevos lugares. Días antes de emprender el viaje a Bolivia, había tanteado la posibilidad de dirigirme a Chile y subir por la ruta Panamericana o dedicarme entre quince días y un mes a recorrer el desierto de Atacama. Desistí de ambas y elegí quedarme en casa para ahorrar dinero, pero finalmente, producto de conversaciones con amigos, me tentó la posibilidad de volver a los Andes bolivianos. Es por esto que para no quedarme con las ganas de cumplir con mi plan inicial, opte por regresar a Argentina cruzando por el norte de Chile.

Desde el momento en que ingresé a la terminal de Cusco, todo parecía indicarme que esta era la decisión correcta, ya que siendo las 10 am conseguí un pasaje a Tacna (frontera con Chile) para las 14 hs de ese día, permitiéndome terminar de visitar Cusco y al día siguiente ya estar en Chile.

Crucé por Tacna hasta Arica, ubicada en la frontera norte Chilena. Nuevamente encontré otro bus acorde a mis necesidades viajeras. Ya que partía por la noche, dándome más de medio día para recorrer la ciudad, y me dejaba en San Pedro de Atacama a la mañana siguiente, donde pensaba realizar autostop hasta Argentina.






El día en Arica merece un artículo aparte. Resumidamente fue el único destino del viaje ubicado a orillas del mar, por eso decidí comprar un short de baño que se encontraba a buen precio en un shopping del centro, y aprovechar el agua. Recorrí la ciudad, al parecer en un horario donde todos se encuentran dentro de sus casas, bajo la sombra, ya que incluso en la concurrida calle peatonal del centro no abundaban las personas dispuestas a sentir el sol asando sus cabezas, y los perros buscaban sombra bajo los bancos de cemento. 





Camino a la playa conocí a un grupo compuesto por uruguayos, Chilenos y Peruanos que a la vez minutos antes habían conocido a dos alemanes, y nos invitaron a los tres a tomar vino en su casa, la cual era un ex consultorio médico, aún con el cartel que indicaba la recepción debajo del cual se ubicaba su correspondiente escritorio, y permanecían los vidrios de las puertas ploteados con el nombre de la empresa. Y finalmente, para terminar mi recorrido subí al morro de la ciudad.





Nunca fui de priorizar la comodidad al viajar pero debo reconocer que una vez en el bus, pude regocijarme del cambio de ruta al encontrarme con amplios asientos de cuero y una comodidad no disponible en el servicio “low cost” de Bolivia. Pero mientras dormía la tranquilidad fue interrumpida por los carabineros o alguna fuerza de seguridad que aún en estado de somnolencia y el consecuente mal humor, no me tome la molestia de identificar. Nos hacen bajar en medio del desierto para controlarnos junto a nuestros bolsos que ya se encontraban fuera de las bauleras esperando ser recogidos. Situación que se repetiría en el resto del viaje.

Una vez en San Pedro, aprovechando estar en la terminal de buses consulté por los pasajes hasta Jujuy, Argentina. El precio rondaba los 50 dólares, siendo que con suerte contaba con 100 u$s distribuidos en billetes y monedas de distintos colores y nacionalidades para llegar a Buenos Aires. La opción de autostop comenzó a afirmarse. 

Mis dudas hicieron que no compre los boletos en ese instante, y minutos después el último bus del día se encontraba partiendo de la terminal. No quedaba otra opción, todo indicaba que debía viajar a dedo.



Aunque en todos los viajes al menos una vez hago autostop, no es mi método habitual de viajar. En parte porque soy impaciente y no soporto ver los vehículos pasar frente a mi, que pasen los minutos y yo continúe en el mismo sitio, y en algunas ocasiones por viajar con tiempos demasiado ajustados que hacen que prefiera pagar por un transporte que perder horas o días intentando que alguien me levante.

Generalmente lo realizo en situaciones de fuerza mayor, o mientras tengo que esperar un bus en la ruta. En este caso el dinero era una buena excusa y el tiempo sobraba ya que habiendo dejado que se vaya el último ómnibus solo quedaba esperar hasta el día siguiente. Aunque esta vez, el motivo para realizar autostop era cumplir con el desafío de cruzar de esta forma el Paso de Jama. Este paso es uno de los más altos de la frontera entre Argentina y Chile (4200 msnm) y cuenta con la peculiaridad que por la altura en la que se encuentra, sumado que entre el paso y el pueblo más cercano en Chile hay una distancia de 157 kilómetros, no permiten que sea atravesado a pie, solo con un vehículo motorizado o bicicleta. A quien no está habituado a la altura puede resultarle un verdadero desafío, a tal punto que llegan a aconsejar la portación de mascaras de oxigeno y en el cruce de frontera cuentan con una enfermería para tratar eventuales problemas de mal de altura. A su vez, en la época del año que me encontraba viajando (febrero), en esa zona del mundo se produce un fenómeno llamado Invierno Boliviano o Andino, que produce precipitaciones en la región más seca del planeta, y nieve en las zonas más altas (por ende aquellas vecinas al paso fronterizo) que generan cortes de ruta y sea normal la tardanza en la apertura de Jama.

Al dirigirme a la ruta me advierten que la mayoría de los camiones ya habían cruzado, y entre los rezagados no iba a contar con demasiado fortuna. El panorama que me plantearon sobre vehículos particulares no era más alentador salvo por su mayor circulación. Para un principiante del autostop resultaba un panorama desalentador.

Aún así con actitud positiva elijo el lugar más estratégico para detener autos, pocos metros después del cruce de la ruta 23 que da inicio a la 27, la cual conduce a Jama. En ese momento desconocía que si frenaba también a los vehículos de la otra ruta, podían llevarme por el Paso de Sico, aunque de todas formas, esto podría haberme simplificado el cruce, pero luego demorar el resto del camino a Buenos Aires.




Comenzaron a pasar las horas y los pocos vehículos que se detenían era para indicarme que iban a pocos kilómetros de distancia. Cerca de las 16 hs el invierno boliviano comienza a actuar y una intensa lluvia me obligó a cancelar mi busqueda de transporte.

Sin demasiadas opciones, bajo la lluvia comienzo a buscar alojamiento, pero cada uno que encontré, me indicaba estar lleno. Los visitantes habían llegado en los buses de la mañana y ocuparon la mayor parte de los lugares. En un camping me ofrecen una parcela y alquilarles una carpa por un precio total cercano a diez dólares. Seguí caminando y dejé esta como ultima opción. No estaba dispuesto a pagar ese precio y tener que mojarme para armar mi “habitación” ni soportar las bajas temperaturas de Atacama protegido solo por una fina tela.

Finalmente consigo lugar por el mismo precio en un hostel donde el recepcionista sabiendo que a esa hora no conseguiría más huéspedes, luego de una ligera duda de mi parte, se apura a reducir la tarifa pensando que intentaba regatear. 

Mi suerte había empeorado. Me encontraba en el desierto más árido del mundo frente a una intensa lluvia que siquiera me permitió recorrer el pueblo. A la vuelta del viaje la historia oficial que conté cambiaría, narrando que “tuve la oportunidad única de presenciar una intensa lluvia en el desierto más árido del mundo.”

Al día siguiente me despierto temprano para probar suerte nuevamente. Esta vez intentaría ser levantado hasta minutos antes de que salga el último bus, y de no conseguir alguien que me transporte, ya sin días por perder, pagaría el bus. En el camino dos argentinos que conocí el día anterior se dirigían a la ruta con el mismo objetivo.



Al llegar la ruta se encontraba desierta. Pocos minutos después cuatro camiones se detienen para hacer tiempo hasta recibir la indicación que el paso se encontraba abierto. Rápidamente nos abalanzamos sobre los camioneros pero por llegar segundo, después que ellos, respete que primero consulten los otros dos jóvenes. Uno tras otro los conductores los rechazan, y luego a mi que iba tras ellos como intentando carroñar algo entre sus sobras. Nos indican que por ordenes de sus empresas no podían transportar a nadie. 

En ello un camionero se me acerca, me indica que por algún motivo los otros dos jóvenes no le brindaban confianza y a la vez prefería llevar solo a uno. Aunque me aclara que si lo deseaba me llevaría, pero solo hasta el paso y que no me haría pasar la frontera con él ya que esto implicaba tener que anotarme en su planilla y ser detectado por sus supervisores. Sin pensar las consecuencias, cargo mi mochila y espero a que “El Tigre” reciba la autorización para arrancar.

Una vez en camino, Héctor, o “El Tigre”, apodo con el que se autodenominaba mi conductor, me indica que tuve suerte de cruzarme con él que no respeta las órdenes de sus superiores y ser levantado, ya que los vehículos particulares generalmente son familias que viajan por vacaciones sobrecargados de maletas, o gente que regresa a Argentina repletos de cajas luego de comprar productos electrónicos en Chile que son más baratos. 




En cuanto a los camioneros, hasta poco tiempo antes transportaban a cada viajero que lo requiera. Incluso un brasileño comenzó a ser conocido por sus compañeros de rubro y la gendarmería local por aprovechar la ventaja de dedicarse a transportar autos nuevos, para llenarlos de mochileros, principalmente europeos y estadounidenses, dispuestos a desembolsar altas sumas de dinero a cambio de una experiencia inigualable. 

Semanas antes de mi llegada, este brasileño sufrió un accidente con todos sus “pasajeros”. Desde ese momento las empresas comenzaron a prohibir levantar mochileros, incluso pudiendo ser reprendidos por las fuerzas de seguridad fronterizas si los detectaban con acompañantes.

Luego la conversación gira en torno a presentarnos y contar de nuestras vidas. Héctor es un salteño que se dedica a transportar mercadería por todo el país, pero últimamente solo lo estaban designando solo a cubrir el tramo Salta, Jujuy, Calama, Antofagasta. Mientras hablamos yo observo el paisaje por la ventana. A medida que tomamos altura, elevándonos casi 1800 metros desde los  2407 de San Pedro hasta 4200 de Jama, pasamos de zonas completamente áridas a otras de vegetación más espesa, lugares donde no hay más que arena a ver nieve a ambos lados del camino, de zonas llanas con montañas lejanas a encontrarnos en la cima de esas mismas montañas. Nunca en mi vida había visto una variedad de paisajes tan amplia en tan corta distancia. Mis ojos estaban viendo sin intermediarios aquello que tantas veces leí y estudié sobre la mítica Puna de Atacama.






Finalmente llegamos al puesto fronterizo donde sin saber si siempre fue su intención o no, Héctor decide incluirme como su acompañante y hacer los trámites para cruzar la frontera. Mientras lo espero en la estación de servicio como él indicó, observo alrededor el desolado paisaje, con cerros nevados que no hace falta ser topógrafo para deducir que superan los 5000 metros, y solo rompe su naturaleza pura una “YPF” y pocas casas cercanas. 

Con tiempo de sobra para conversar con cada ser viviente que me rodea, conozco a dos ecuatorianos que se encontraban recorriendo el continente en una llamativa Volkswagen Combi doble cabina con caja trasera, algo que nunca había visto. Cerca de ellos, una pareja formada por una peruana y un argentino se encontraban intentando conseguir un vehículo para cruzar la frontera en sentido inverso al mío luego de ser rechazados en migraciones.




Finalmente Héctor regresa, pero me indica de continuar viaje con un compañero suyo, Alejandro, un mendocino que regresaba a San Salvador de Jujuy, su ciudad de residencia, luego de entregar pollos en Arica. Alejandro ni siquiera se presenta cuando con su carácter intenso y un vocabulario repleto de insultos y malas palabras me indica que la pareja compuesta por la Peruana y el Argentino, buscando cruzar la frontera eran unos “boludos” y seguramente no iban a conseguir a nadie que los lleve. Relata que se habían acercado a hablar con él y como viajaban en dirección contraria les dio un consejo pero lo ignoraron. El consejo o truco consistía en ir a la escuela vecina a la oficina de migraciones, pedir prestada una bicicleta a los maestros, realizar los trámites indicando que esta era su medio de transporte (de esa forma podrían obtener el sello en su pasaporte) y luego regresar a la escuela a devolverla. Tal vez si Héctor no me ayudaba a cruzar, este hubiese sido mi artilugio.



En el territorio Argentino el paisaje no resulta menos alucinante. A lo lejos la ruta parecía acabarse frente a una inmensa pared compuesta en su tercio inferior por el marrón de las montañas y el resto por una blanca capa de nubes. Comenzamos el viaje en Jujuy, detendiendonos en Susques para comprar comida. La ruta continúa adentrándose en Salta para luego regresar a Jujuy, donde se sumó al paisaje el mar de sal de las Salinas grandes y los sinuosos caminos entre las nubes que antes veíamos lejanas.





Atravesamos Purmamarca hasta San Salvador, donde Alejandro dejó su camión y me despidió indicando que colectivo tomar para llegar al centro, y esta vez llamándome “boludo” a mi por haber pagado a la ida el pasaje a precio de “Porteño”.

Con solo 534 pesos argentinos y algunos chilenos pero sin casas de cambio a la vista, comienzo a buscar pasaje a Buenos Aires en los buses “semilegales”. Con el impulso de felicidad producto de la buena fortuna que me acompañó ese día y una actitud decidida, me acerco a una oficina donde un micro se encontraba a minutos de partir, abro mi billetera frente a la vendedora de pasajes, mostrando mis cinco billetes de $100, los cuales acepta para cubrir un asiento que de no rebajar su precio viajaría vacío, acto seguido pago $30 por el transporte de mi equipaje en bodega, y los últimos $4 me alcanzarían para comprar una medialuna en el camino.  

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